009. the perfect agent
chapter nine
009. the perfect agent
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AUNQUE ella no quería que la encontraran, él lo hizo de todos modos. El Agente Coulson era bueno en encontrar gente. O al menos, encontrarla a ella. Dondequiera que huyera, él siempre aparecía para arrastrarla de vuelta al camino correcto. Incluso cuando estaba muy decidida a creer que no quería que él lo hiciera. No importaba su escondite, lo encerrado que fuera, lo fuera de lugar... él sabía dónde encontrarla. Hizo el esfuerzo de encontrarla.
Perdió, otra vez. Había sido derrotada, otra vez. Tal vez Pamela se lo había buscado, yendo contra esos agentes de Operaciones graduados de la Academia, demasiado ambiciosos para pensar que podía vencerlos, tres contra uno. Y ahora, Pamela soportaba muchos moretones, incluyendo su ego.
Pero no pudo detenerse. No cuando se burlaron de ella, no cuando le dijeron que no valía nada; una pieza inútil para S.H.I.E.L.D. Que nunca sería lo suficientemente buena para convertirse en agente. Y Pamela sólo les había demostrado que tenían razón.
Se le había dado esta última oportunidad de arreglar su vida, de arreglar para qué fue creada y qué debía hacer en este mundo. A Pamela se le había dado la oportunidad de ser una buena persona. Ser cualquier cosa menos inútil... pertenecer a algún lugar y sentir que era así. No quería decepcionar a Coulson por darle esa oportunidad... no quería que pensara que ella no valía la pena, como el resto.
Esconderse en un armario de almacenamiento era un nuevo nivel. Pero Pamela estaba segura de que estaría sola, que nadie la encontraría nunca más. Una parte de ella esperaba desaparecer allí dentro, con los trapeadores y los productos de limpieza.
Pero aun así, Coulson la encontró.
Pamela levantó la vista cuando se abrió la puerta. No pudo escapar, correr o esconderse, cuando vio el rostro que se asomó. Coulson le frunció el ceño, un poco incrédulo al verla sentada allí, pequeña y acurrucada junto a un trapeador todavía en su cubo. Luego, él le dedicó su pequeña sonrisa de labios finos.
—Parece que has encontrado un pequeño escondite secreto —dijo el agente mientras entraba. Dejó la puerta del armario entreabierta.
—¿Puedo estar sola, por favor? —Pamela contuvo las lágrimas y rápidamente se las secó de las mejillas.
Coulson no concedió su deseo. Respiró hondo y se sentó en el lado opuesto del armario. Acomodó su espalda al lado del otro trapeador, poniéndose cómodo. Pamela lo miró confundida. Miró a su alrededor y, después de un rato, dejó escapar un suspiro de satisfacción. Apoyó la cabeza contra la pared.
—Este sitio es agradable —decidió.
Pamela hizo una pausa. Luego, dijo inexpresivamente:
—Es un armario de almacenamiento.
—Un bonito armario de almacenamiento.
Incluso si lo intentara, la risa que brotó de su pecho no pudo ser detenida. Pamela negó con la cabeza hacia el Agente Coulson, encontrándolo ridículo. Luego el dolor del moretón en su costado regresó y sus risas se convirtieron en una mueca de dolor.
Coulson se dio cuenta. El tono de broma casual que tenía se convirtió en algo preocupado y severo.
—Me han contado lo sucedido.
Pamela apretó la mandíbula y miró hacia otro lado. Después del breve silencio que siguió, en un murmullo enojado, admitió:
—Dijeron que no estaba hecha para ser agente.
—¿Y pensaste que podrías caer en esa trampa?
Daniels se llenó de frustración.
—No estaba cayendo en ninguna trampa. Intentaba demostrarles que estaba hecha para ser agente. Intentaba... —resopló y se recostó de nuevo, molesta consigo misma. Porque sabía que la mirada que Coulson le estaba dando era de decepción. Él estaba decepcionado con ella y ahora perdería esta oportunidad: volverá al punto donde empezó y nunca más saldrá de allí.
Esperó a que él dijera algo. Cuando no lo hizo, miró hacia abajo y volvió a contener las lágrimas. Pamela jugueteó con sus dedos.
—Yo sólo... Ellos pensaron que no podía hacerlo y... y yo sólo quería... Quería demostrarles que estaban equivocados.
Pamela frunció los labios, esperando que eso frenara sus llantos.
—Quiero esto —le prometió a Coulson—. Quiero ser un buen agente, más que nada.
El Agente Coulson suspiró.
—Lo sé —afirmó. Las cejas de ella se alzaron, sorprendidas—. Sé que quieres que funcione. Pero la única manera que tendrás de ser una buena agente, Pamela, es cuando decidas no juzgar tu valía a través de los demás. La única persona que decide tu valía como agente eres tú misma. Y en un asunto de vida o muerte, necesitas estar segura de que tus instintos y decisiones son los adecuados. En cuanto dudas y crees que no lo son, es cuando ocurren desgracias.
Asintió. Molesta por lo sucedido, Pamela se sintió estúpida al querer hacer su siguiente pregunta:
—¿Crees que soy una buena agente?
Levantó la vista para encontrarse con la mirada de Coulson. Vio que su mirada se suavizaba.
—Creo que eres capaz de más de lo que piensas.
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LOS MOMENTOS posteriores a la explosión, cuando Daniels quedó inconsciente, sí que los recordaba. Breves imágenes en las que se despertaba entre cenizas y humo, oyendo voces y respiraciones desesperadas, toses y quejidos. Todas las veces tenía la sensación de que, en cuanto se aferraba de nuevo a la realidad que la rodeaba, volvía a caer en las profundas aguas, una y otra vez. Pamela tenía sueños. Sueños sobre su pasado, Coulson y aquel felpudo de bienvenida; la sensación de ver cómo su padre le cerraba la puerta dejándola mucho más dolorida que el fuerte dolor de cabeza. Y cuando por fin se alejaba de aquel hogar, de aquella familia, despertaba de nuevo, y Pamela veía fuego. Destrucción. Pensó que había visto el infierno, y que era real, hasta que oyó su voz.
—Vamos —luchó, arrastrándola a la superficie con él. Ella lo escuchó toser—. Vamos, Daniels...
Pamela intentó respirar, sólo para terminar tosiendo. Farfulló y su pecho estalló de dolor. No podía ver mucho en la borrosa neblina roja. Su voz era apagada y distante, pero ella trató de concentrarse. Intentó escuchar. Daniels no pudo hacer mucho cuando sintió que unos brazos la levantaban, la sujetaban con fuerza contra su pecho. Pamela miró hacia arriba y, a través de la neblina, captó la mirada preocupada de él con su rostro cubierto de ceniza y escombros.
Ella se relajó, apoyó la cabeza contra el calor de su pecho y sintió que se alejaba una vez más.
—¿Daniels? —la voz se volvió distante—. ¿Pam...?
A partir de ese momento, Pamela entró y salió de la consciencia continuamente. Lo que ocurría después era borroso. Se despertaba y estaba en otra parte. Volvía a dormirse. Sus ojos se abrían y Natasha la miraba fijamente, magullada y exhausta, y Daniels perdía el conocimiento una vez más. Se despertaba sobresaltada cuando sentía que algo temblaba debajo de ella, el zumbido de un coche en la carretera.
—Tranquila —escuchó a Natasha en algún lugar a su izquierda—. Estás bien. Te tengo.
Pamela confió en Natasha y se volvió a dormir sin pensarlo más.
La siguiente vez que se despertó, Pamela veía mejor. Los temblores de la carretera desaparecieron, pero ella seguía sentada en un rincón entre el asiento trasero y la puerta del coche. Daniels frunció las cejas e intentó observar el entorno, pero en cuanto levantó la cabeza, sintió el peor dolor de su vida. Se forzó a soportarlo y se incorporó con una mueca molesta. Se llevó la mano al costado, donde se agudizó el dolor, como si la hubiera atropellado un camión. Los moratones y las heridas de la pelea en el centro comercial y de la explosión la afectaron de golpe, y de repente sintió la necesidad de retorcerse y tener arcadas.
—Hey —sintió unas manos que delicadamente la empujaban hacia arriba antes de que pudiera hacerlo por su cuenta. Daniels se encontró con los ojos preocupados de Natasha una vez más. No se veía mucho mejor—. Bienvenida de nuevo, Víbora Roja.
Su ceño volvió a lo que estaba haciendo, inspeccionando algo en el brazo de Daniels. La vio quitar rápidamente una venda por un momento. Entonces, Pamela logró encontrar su voz. Tragándose un nudo seco en la garganta, susurró:
—¿Qué... qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
—En la gasolinera —la Viuda Negra respondió la segunda pregunta. Inspeccionó el corte superficial que tenía Daniels; siguió mirándola, desconcertada por la forma en que se inclinó y sopló suavemente para alejar algo. De alguna manera, pareció aliviar el dolor. Pamela se preguntó dónde aprendió a hacer eso—. Tranquila, vivirás —le dijo luego con una sonrisilla—. El dolor sólo te hace más fuerte.
A Pamela se le frunció el ceño, sin saber por qué estaba tan conmovida. Pero fue el modo en que Nat lo dijo, como si significara mucho para ella; un consejo que guardaba para sí misma y que transmitía a Pamela como si significara lo mismo.
Daniels parpadeó y se le saltaron las lágrimas. No se había dado cuenta de que significara tanto para alguien. No creía que nadie pudiera pensar que fuera importante para nadie. Si se ponía a pensar, Natasha y ella nunca habían estado unidas. Sabía quién era y admiraba su habilidad, se enteró de cómo se unió, puesta bajo el ala de Barton. Pero no fue hasta después de la Batalla de Nueva York cuando Natasha Romanoff empezó a interesarse repentinamente por Pamela Daniels. Empezó a convertirse en la única persona a la que Daniels consideraba una amiga, aunque nunca lo admitiera. De todos, si Pamela estaba tan rota que necesitaba un lugar al que ir, Nat era siempre la primera persona en la que pensaba.
Eso la hizo preguntar, suave, vulnerable y con mucho dolor:
—¿Por qué me ayudas?
Sabiendo que se refería a todo lo demás aparte de lo que estaba haciendo ahora, Natasha Romanoff frunció los labios. Luego, le dedicó una pequeña y amable sonrisa.
—Todo el mundo necesita a alguien que esté dispuesto a ayudar.
—¿Pero por qué yo?
Romanoff no respondió del todo. Simplemente envolvió un vendaje nuevo alrededor del brazo de Daniels.
—¿Por qué no?
Porque no valgo la pena, quiso decir Pamela, pero se contuvo. En cambio, su voz se quebró mientras susurraba:
—¿Qué ha pasado...? Lo de allí... ¿fue real?
Entendió que se refería a lo que Zola dijo sobre HYDRA, que prosperaba y trabajaba a través de S.H.I.E.L.D. Que la organización en la que habían puesto todo, toda su vida, pensando que estaban haciendo algo bueno en este mundo... luchando por la libertad... había estado muy lejos de ello.
Dolida, Romanoff asintió.
Las lágrimas se le escaparon a Daniels y tuvo que apartar la mirada. Recordó lo que había visto de su padre, pasando aquella niña que sabía que era ella... Pamela se sintió entumecida. Había significado tan poco que su padre la había entregado a una organización sin importarle adónde iría ni qué harían con ella. Le daba igual cómo la criarían o en quién se convertiría. Se deshizo de ella, y en todo este tiempo, en el orfanato, todas las familias de acogida rechazaron a Daniels por razones que ella nunca entendió... ahora se daba cuenta de por qué. Ahora lo sabía: ni una sola vez en su vida tuvo elección. Nunca tuvo un soplo de libertad. Todo este tiempo, donde ella creyó que se abría camino en la vida, dándose a sí misma un propósito, una última oportunidad... solo había sido la marioneta de HYDRA. Las pieles que derramó nunca fueron suyas.
Nunca hizo preguntas. Estaba cómoda con todo. Había hecho todo lo posible para ser aceptada y ser una buena agente, ser exactamente lo que querían... despiadada, servicial... la agente perfecta. La agente perfecta de HYDRA.
Daniels se preguntó si robar el coche de Coulson y que él le ofreciera este puesto en S.H.I.E.L.D. fue alguna vez una coincidencia milagrosa.
Claro que no lo había sido.
Habían seguido sus pasos: adónde iba, qué hizo, cómo lo hizo, qué aprendió... estaban condicionando su vida para que se convirtiera en una persona perfecta y servicial, para que se convirtiera en su asesina.
Esta vida que vivió, ni siquiera era suya. Nunca había sido suya.
Y si el Soldado de Invierno había pertenecido a HYDRA todo este tiempo... ¿por qué la enviaron a ella y a su equipo a buscarlo? ¿Para detenerlo? ¿Había sido HYDRA? ¿Había sido S.H.I.E.L.D.? ¿Eran lo mismo? ¿Los habían llevado a propósito a la muerte?
—Sí —murmuró Natasha, suspirando.
Daniels no dijo nada más. Miró por la ventana y una parte de ella deseó haberlo olvidado todo.
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ESTA VEZ, fue despertada. Aunque quiso reaccionar al sentir que alguien agitaba suavemente su hombro, toda la energía que tenía para hacerlo la había abandonado. Se limitó a abrir los ojos dócilmente hacia Steve. Era la primera vez que lo veía en todo el viaje desde Nueva Jersey. Daniels no dijo nada, sólo recordaba en destellos de humo y fuego la expresión de su cara cuando las protegió del edificio, cómo la sacó de entre los escombros. Le había salvado la vida.
Aunque no valía la pena salvarla, lo había hecho de todos modos.
Un mechón de pelo pendía sobre sus ojos, caía fuera del prieto y controlado conjunto. Pamela se lo quedó mirando un momento, y se preguntó si sería capaz de mirarle a los ojos después de aquello... sabiendo lo que sabía.
Ella era todo contra lo que él luchaba. Todo ese tiempo, él tenía razón en no simpatizar con ella y discutir. Todo ese tiempo, creyó conocer a Steve Rogers, pero se había equivocado. Pero él supo exactamente quién era ella sin darse cuenta. Daniels era HYDRA. Luchó por la gente por la que él murió. Siguió sus órdenes, mintió por ellos, cambió por ellos, mató por ellos una y otra vez, creyendo... que luchaba por la libertad. Ahora comprendía que todo lo que hacía era luchar para arrebatarla.
Él nunca debió salvarle la vida.
Si lo hubiera sabido... Daniels tenía miedo de preguntarse si él habría hecho lo mismo. Quizás sí. Era Steve Rogers. No era un buen soldado, pero sí un buen hombre.
Extendió la mano para ayudarla desde la parte trasera del auto. Ella apretó los labios, pero aceptó de todos modos. Daniels respiró hondo y reprimió el gesto de dolor, avanzando y arrastrando los pies. Rogers apoyó la mano en su espalda mientras bajaba, para mantenerla de pie incluso si quería caer.
Daniels observó aquello que la rodeaba. Le soltó la mano al ver la calle. Las puertas de los suburbios en la parte trasera de las casas estrechas y pequeñas con las mismas contraventanas, los mismos techos y los mismos exteriores. Se apretujaban para intentar caber en mayor número posible. Pamela miró hacia el otro lado y vio la figura del Monumento a lo lejos.
—Hemos vuelto a Washington —murmuró en confusión—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué hemos vuelto? —frunció ante el asfalto debajo de ella y las puertas traseras de estas pequeñas casas.
—Es el único lugar que se me ocurre —murmuró Steve.
Daniels tenía muchas preguntas, pero la idea de poder esconderse y descansar en algún lugar las superó. Caminó junto a Rogers y Romanoff, cansados y doloridos, hasta la puerta a mitad de la calle desde donde estacionaron.
Steve la entreabrió y entraron en el porche trasero de una casa de aspecto sencillo a primera vista. Pero cuando Daniels paseó la mirada, se fijó en un grupo de plantas suculentas que había encima de un viejo taburete de madera. En el tendedero situado a su lado había pantalones cortos, camisas y vaqueros. Vio dos cañas de pescar apoyadas contra la pared del fondo, pero las telarañas que llevaban le indicaron que hacía mucho tiempo que no se utilizaban. Había una chaqueta echada sobre el perchero exterior y, en comparación, estaba muy bien cuidada y usada. Frunció el ceño al ver las letras de la parte trasera: Maricos de la Familia Wilson.
Había un felpudo donde Daniels limpió torpemente la suciedad de los zapatos. Mientras lo hacía, Steve extendió la mano y llamó varias veces a la puerta de cristal. Había una luz detrás de las contraventanas cerradas. Mientras esperaban que alguien respondiera, Daniels vio una sombra moverse en el interior. Se giró y luego vaciló antes de finalmente avanzar. Oyó pasos. La figura se detuvo en la puerta y las persianas se abrieron.
Un hombre permanecía de pie detrás de la puerta de cristal. Parecía como si acabara de volver de una larga sesión de running, todavía con una camiseta Nike y un pantalón de chándal. Unos oscuros ojos los miraron con el entrecejo fruncido, pero en cuanto repararon en Steve, se ensancharon y el hombre descansó sobre sus talones. Asombrado, no se movió por un momento para abrir. Pamela comenzó a apoyarse contra Natasha y ella pareció tener la misma idea, ambas agotadas y deseando más que nada entrar. Daniels no sabía quién era aquel hombre. Por la forma en que miraba entre ellas, fijándose en sus caras y en la ceniza, aunque tenía todo el derecho a rechazarlas, Pamela comprendió que no lo haría. Era fuerte y tenía la misma rigidez que Steve, una postura disciplinada, aunque sus ojos eran amables y acogedores.
Por fin, abrió la puerta y miró a Steve con el ceño más preocupado que aprensivo. Había muchas cosas que podría haber dicho, pero en lugar de eso, simplemente suspiró y dijo:
—Hola, tío.
Steve exhaló un suspiro.
—Antes de nada: perdónanos. Necesitamos escondernos.
Arqueó una ceja, mirando a Daniels y Romanoff una vez más.
—Todo el mundo intenta liquidarnos —le dijo la Viuda Negra a través de su cabello rojo intenso.
Sam se enderezó. Con un gesto rígido, abrió más la puerta y decidió:
—Todo el mundo no.
Los dejó entrar y cerró, echando las persianas una vez más.
Mientras les mostraba las habitaciones libres y el baño, se presentó a Pam como Sam Wilson. Le preguntó cómo conocía a Steve y, a pesar de la difícil situación, él se rió y le dijo:
—Aparece siempre a mi izquierda cuando salgo a correr. No puedo escapar de él.
Parecía agradable... muy agradable, de hecho. Le ofreció ibuprofeno y un trago de agua. Les dio toallas y se ofreció a conseguirles ropa limpia si querían. Pamela declinó cortésmente. No importa la amable hospitalidad, quería estar sola.
Tomó la primera ducha, con el único deseo de quitarse la suciedad de la cara. Se recostó contra los azulejos y sintió el agua correr por su espalda, pero a pesar de ello no se notó más limpia. No podía eliminar todo aquello que sabía que era, todo lo que sabía que había hecho. No podía borrar sus recuerdos ni cerrar las heridas que se abrieron en cada parte de su cuerpo; como si la piel que llevaba se estuviera desprendiendo, no mudando. Se desprendía y no mostraba a nadie más debajo. Sólo una máquina.
Pamela luchó por volver a ponerse la camisa sobre sus cortes y moretones. Tocó el corte que Romanoff logró coserle. Hizo una mueca cuando se acercó a la sangre seca. No reconoció a la persona que la miraba en el espejo. Esa persona no era fuerte ni invulnerable. No era una víbora, era una niña asustada. La misma niña que se dio cuenta de que lo había perdido todo. Y ahora lo perdió otra vez: su infancia, su propósito, su vida... ella misma. ¿Quién era Pamela Daniels?
Nadie lo sabía. Y ella menos.
Sólo había sido una herramienta, un arma. Algo que fue construido y usado.
Salió del baño y regresó a la habitación de invitados. Ahora, era capaz de manejar mejor el dolor, no ardía a cada paso que daba, pero suponía que sin tenerlo se quedaba con la sensación de entumecimiento, y eso lo odiaba aún más.
La puerta del baño estaba abierta. Mientras Daniels se sentaba en la cama, miró y vio a Rogers parado junto al lavabo. Él sólo vestía joggings y una camiseta, y ella se encontró mirando la forma en que los músculos de su espalda y sus brazos se retorcían con cada movimiento que hacía.
Se mordió el labio y miró hacia otro lado, sin dejar que sus pensamientos vagaran en esa dirección. (Pero Dios... Era un súper soldado. Lucía como un súper soldado.)
Daniels decidió sentarse en la dirección opuesta, apartando su cabello de donde estaba pegado a la parte posterior de su camisa, colocándolo sobre su hombro. Podía sentir la forma en que él miraba hacia arriba y la observaba a través del reflejo del espejo; podía sentir sus ojos en su espalda como si la quemaran.
Cogió las vendas limpias que había traído consigo. Sam les había dado su colección completa de primeros auxilios. Le entregó a Daniels su tarro llena de tiritas y vendas, diciéndole sutilmente que ella parecía ser la que más los necesitaba. Ella no lo culpó.
Pamela desató el vendaje improvisado de Romanoff, hecho con lo que parecía haber sido un trozo arrancado de su camisa. Los escombros también debieron haberla herido en el brazo. Ahora podía ver mejor el corte y, aunque ya no lo sentía tanto, todavía profirió una mueca. Lo levantó y trató de soplar suavemente, como había hecho Natasha, esperando que sirviera de ayuda. De alguna manera, cuando salió de sus propios labios, el aliento sólo le dolía.
—¿Estás bien?
No se dio cuenta de que Steve había dejado el lavabo hasta que escuchó su voz. Pamela miró a su alrededor tanto como pudo. Al principio, no respondió, cautivada por su suave mirada y su calmada voz, apenas lo suficientemente alta como para oírla.
Apartó la mirada. No estaba segura de si quería hablar con él o si deseaba que se fuera. Daniels no sabía si estaba lista para enfrentarlo después de lo que sabía.
—Estoy bien —susurró.
Pamela toqueteó la venda y empezó a desenrollarla. Steve frunció el ceño y dejó la toalla de mano sobre el lavabo. Volvió a entrar en la habitación. Ella lo vio acercarse con suave sorpresa. La cama se hundió cuando Rogers se sentó a su lado. Pamela no dijo ni una palabra al dejar que le quitara la venda y se limitó a ver cómo comprobaba brevemente el corte antes de presionar la tela. Él tampoco dijo nada mientras la envolvía con un tacto tan tierno que ella no esperaba de él; un gesto muy delicado.
Odiaba sentir que las lágrimas le picaban en los ojos. Parpadeó para alejarlas, pero él se dio cuenta. Se alegró de que no dijera nada.
Guardaron un profundo silencio. De vez en cuando se dirigían miradas y Pamela estuvo a punto de perderse en ellas. La gente hablaba de almas viejas y ojos que guardaban la sabiduría de años atrás... todo eran tonterías, hasta que ella miró a los suyos. Los ojos de Steve eran de un azul gentil. Estaban hechos de agua que contenía el recuerdo de la esperanza eterna entre la devastación; la promesa y el deber de un futuro mejor. Estaban hechos del hielo que lo heló todo, por el que pasaron años y años, que vieron a la gente cometer los mismos errores una y otra vez... y que, sin embargo, seguían creyendo que podían hacerlo mejor. Estaban hechos del cielo azul abierto que prometía libertad y esperanza.
Cuando terminó, Pam inspeccionó su trabajo y esbozó una leve sonrisa de impresión.
—No está mal. ¿Te lo enseñaron en los Boy Scouts? —intentó bromear, pero salió más seco de lo que quería.
Steve se rió levemente. Sacudió la cabeza antes de decirle:
—Mi madre era enfermera y yo tenía tendencia a caer de lleno en los problemas.
Pamela no pudo evitar reírse también ante esa última parte. Sus cejas se fruncieron, curiosas.
—¿Tú? —rió entre dientes una vez más, encontrando casi imposible de creer la idea de Steve Rogers metido en peleas callejeras. Sonaba más propio de ella meterse en ese tipo de problemas que del justo Capitán América a su lado. Pero Pamela aprendió rápidamente que él la sorprende constantemente.
—No me gustan los matones —murmuró Steve, casi tímido—. No importa quiénes o de dónde sean.
Y así, la sonrisa de Pamela desapareció. Sus cejas se fruncieron y su pecho se llenó de una vergüenza ardiente y asfixiante. Miró hacia sus dedos.
Steve la miró preocupado y preguntó:
—¿Qué ocurre?
Consideró no decírselo porque tenía miedo de cómo la vería. La sorprendió, porque Pamela nunca se dio cuenta de que hasta ahora le importaba lo que Steve pensaba de ella. Pero entonces volvió a encontrarse con su mirada y, sin saberlo, la tensión en sus hombros se relajó.
Respiró hondo.
—Um... —empezó, sin saber cómo explicarse. Así que empezó a contar una historia—. Cuando... tenía dieciocho años y me uní a S.H.I.E.L.D., Coulson me encontró, sola, cuando no tenía nada y... y creyó en mí cuando nadie más lo hizo. Me dijo que S.H.I.E.L.D. se fundó no sólo para proteger al mundo de amenazas desconocidas, sino también para proteger a las personas entre sí. Me dio una última oportunidad de hacer el bien. Para hacer algo correcto con mi vida. Y cuando murió... Me acuerdo que Fury me hizo sentarme y me dijo que teníamos que luchar por su legado, protegerlo y continuarlo. Coulson creía en S.H.I.E.L.D. Creía en todo lo que representaba: paz, justicia, libertad... Dio su vida por ello. Y...
El nudo en su garganta hizo que sus palabras se cortaran y respiró hondo por la nariz. Sacudió su cabeza.
—Y todo este tiempo, él dio su vida por una organización que era todo lo contrario. Y lo que he hecho... les he fallado a él y a su legado.
Steve negó con la cabeza.
—No lo has hecho.
—... Lo hice —dijo Pamela. Él contrajo los labios, pero la dejó continuar—. Siempre quiso que hiciera lo correcto. Siempre creyó que yo podía. Pero lo único que he sido es una marioneta de HYDRA —no lo miró mientras se lo explicaba, soltándolo todo de un tirón, porque temía que si paraba, perdería la capacidad de hablar—. Zola enseñó una foto. De un padre entregando a su hija a HYDRA... la entregó sin ninguna preocupación en el mundo. Esa niña creció para vivir una vida horrible porque HYDRA lo quiso así... para que esa niña se convirtiera en todo lo que ellos querían que fuera. Nunca hice preguntas, nunca estuve en desacuerdo, nunca me di cuenta, siempre hice lo que me decían porque quería...
Se atragantó y cerró los ojos. Su cabeza cayó sobre su mano y no se apartó. No podía mirar a Steve; no quería mirar al Capitán América y ver toda la vergüenza que ya sentía.
—Tenías razón sobre mí, Rogers. Nunca luché por la libertad, solo por el control.
—No —casi no lo escuchó susurrar. Pamela levantó la vista, llorosa. Steve cerró los ojos brevemente y bajó la cabeza, casi con tristeza—. Yo estaba equivocado sobre ti.
Su respiración se cortó. Pamela se quedó en silencio, anticipando y dudando en escuchar lo que él diría a continuación. Pero esperó y se quedó en el borde de su asiento, tan desesperada por saber que estaba equivocada. Tan desesperada por escuchar a alguien decirle que era buena. Como si fuera esa joven escondida en el armario, sabiendo que Coulson la encontraría sin importar el lugar, rogando escuchar que estaba orgulloso de ella, que creía en ella.
—Sólo porque te quitaron la libertad —empezó Steve—, no significa que nunca hayas luchado por ella. No significa que no lo hagas. Intentaron hacerte algo, pero te convertiste en todo lo contrario.
Pamela Daniels no pudo evitar que una lágrima cayera por su mejilla. Se la quitó enseguida, pero sus labios esbozaron una sonrisa. Necesitaba oír eso, y lo sintió en la oleada de calor en el pecho de puro alivio. Quizá no se lo merecía, quizá había cometido errores. Pero Steve creía que sí. Steve creía que, a pesar de esos errores, era una buena persona. Que a pesar de todo lo que se le había echado encima, de todo lo que había aprendido, de cómo su vida se había desenredado delante de ella, era una buena persona.
Ella se aclaró la garganta. Pero su voz todavía era ronca cuando murmuró:
—Te debo una.
—No, da igual —Steve inmediatamente negó con la cabeza.
—No, te debo una.
—Que da igual.
—Steve...
—Pam —la detuvo y su corazón dio un vuelco ante la forma en que dijo su nombre—. Da igual.
Pam quiso hablar, mas se contuvo. Guardó un silencio que la dejó sin aliento. No necesitaba que le debiera nada. Estaba bien, porque ella era una vida que valía la pena salvar. No porque se lo debiera, no porque tuviera un valor estratégico o cualquier otra cosa que S.H.I.E.L.D. (o HYDRA) le hubiera hecho creer... sino porque ella significaba algo. No para cualquiera, para él. Steve Rogers no quería que Pamela Daniels muriera. Ni la Agente Daniels, ni la Agente Janus, ni siquiera la Víbora Roja. Ella. La persona real debajo de cada piel que creó y mudó.
¿Fue un error? ¿Se arrepentiría? ¿Quería Pamela asegurarse de que no fuera así? ¿Querría estar segura de que si hubiera sido al revés, que si era ella la que tenía que salvarle la vida, podría hacerlo?
—¿Puedes responderme una cosa? Y yo sólo... necesito que seas honesto, ¿vale?
Él asintió.
—¿Confiarías en mí para salvar la vida de alguien?
Sin dudarlo, respondió:
—Confío en ti para salvar la mía —y Steve sonrió. Él golpeó suavemente su rodilla contra la de ella y ella soltó una dulce risa—. Y siempre soy sincero.
(Y Pamela Daniels lo haría. Le salvaría la vida a Steve Rogers, porque ahora él también significaba algo para ella.)
Pamela también sonrió.
—Se te ve bastante animado para haber descubierto que moriste para nada.
Steve dejó escapar un largo suspiro.
—Bueno, me gusta saber a quién me enfrento.
—No te enfrentarás solo —ella prometió.
Steve asintió. Esa pequeña sonrisa regresó.
—Lo sé.
La gentil mirada que se sostenían se rompió al escuchar a alguien entrar a la habitación. Sam golpeó la puerta con el puño antes de apoyar su brazo contra ella, mirándolos con curiosidad.
—He preparado el desayuno. Si es que vosotros coméis y eso.
—Pues no sé si Steve come y todo eso, pero yo me muero de hambre —sonrió Daniels mientras se levantaba. Le oyó burlarse de su broma y se mordió las ganas de sonreír.
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